(Artículo publicado en marzo del 2007 en el suplemento "Fondo Negro" de La Prensa)
Hablar de la canción boliviana es, al menos, arriesgado; considerando que no existe un movimiento que abrace los esfuerzos de la gente dedicada a escribir e interpretar canciones, y que genere un público y/o mercado propio, y no así un círculo de élite. Esta aparente inconsistencia, encuentra una explicación -no así una excusa- en la ausencia de una industria discográfica que explore, explote -en el buen sentido-, auspicie y difunda el trabajo de los creadores y cultores de la canción, sea ésta nueva, vieja, folklórica, rock, experimental, etc., y en la escasa formación e información del público oyente, expuesto al bombardeo mediático, al que responde de modo ovejuno.
Otra cosa: ¿Existe una Cultura Oficial en Bolivia? ¿Quiénes son? ¿Mamani Mamani, Los Kjarkas, Los Intocables? Sólo con el establecimiento de una Cultura Oficial, sea como referente simbólico o como discurso susceptible de ser refutado, podremos presumir de alternativos, independientes o rebeldes, motes que parecen calzar a quienes buscan definirse por oposición o disidencia, ante una cultura que no termina de dar la cara. Pero no se puede girar sin un eje.
Creo que lo más sano sería no pensar la canción como un género musical, sino como una manifestación, una entidad creativa unitaria -texto y música-, común a todas las músicas, y con la cualidad de asumir diversas formas y texturas de acuerdo al contexto interpretativo, temporal y espacial en que se desarrolle.
Así empezamos a entendernos y vemos que, después de todo, la canción y sus cultores, están por todos lados: en las producciones de nuestro emergente y pujante rock; en los continuadores de la tradición folklórica -de barrio, de peña- y sus manifestaciones, populares por excelencia, que renuevan el repertorio cada Carnaval, entrada y festividad; en los desvelos pop de los hacedores de jingles y hits instantáneos; en el tozudo trabajo de los cantautores del colectivo Guitarra en Mano; en la chispa inteligente -que aúna lo urbano con lo tradicional- de la obra de Manuel Monrroy; en la conmovedora voz y la austeridad sensible de Carlos López; en la ternura certera y la calidez de Matilde Cazasola; en la rebeldía emocionada de Savia Nueva y la saga Junaro; en el desafío formal -político y musical-, de Cantos Nuevos, y su prolongación en el dúo García-Orihuela, con su bien elaborado continuo texto-armonía; en la dedicada inquietud y extraordinaria voz de David Portillo; en la búsqueda armónica y la contundencia pop de Grillo Villegas; en la crónica cotidiana que Panchi Maldonado propone con Atajo; en la inspirada épica andina de los primeros Wara o Khonlaya; y en todos aquellos que cantaron las canciones que sabemos, recordamos, cantamos y disfrutamos, pero aún nos cuesta reconocer como nuestras.
Entre unos y otros, es cierto, hay abismos (musicales, generacionales, estéticos, personales). Temas, lenguajes, propuestas sonoras, recursos tecnológicos van cambiando y, al mismo tiempo, demandando de los artistas renovación, conciencia y consecuencia. En eso están, los citados antes, y otros tantos, ocupados en que la canción hecha en Bolivia tenga un lugar dentro y fuera de nosotros.
(Lee el artículo de Vadik Barrón acerca de la muerte de Syd Barrett en http://www.laprensa.com.bo/fondo_negro/20060716/art04.htm
y este otro acerca del último disco de Go-Go Blues;
http://www.laprensa.com.bo/fondo_negro/20060910/art04.htm )
Hablar de la canción boliviana es, al menos, arriesgado; considerando que no existe un movimiento que abrace los esfuerzos de la gente dedicada a escribir e interpretar canciones, y que genere un público y/o mercado propio, y no así un círculo de élite. Esta aparente inconsistencia, encuentra una explicación -no así una excusa- en la ausencia de una industria discográfica que explore, explote -en el buen sentido-, auspicie y difunda el trabajo de los creadores y cultores de la canción, sea ésta nueva, vieja, folklórica, rock, experimental, etc., y en la escasa formación e información del público oyente, expuesto al bombardeo mediático, al que responde de modo ovejuno.
Otra cosa: ¿Existe una Cultura Oficial en Bolivia? ¿Quiénes son? ¿Mamani Mamani, Los Kjarkas, Los Intocables? Sólo con el establecimiento de una Cultura Oficial, sea como referente simbólico o como discurso susceptible de ser refutado, podremos presumir de alternativos, independientes o rebeldes, motes que parecen calzar a quienes buscan definirse por oposición o disidencia, ante una cultura que no termina de dar la cara. Pero no se puede girar sin un eje.
Creo que lo más sano sería no pensar la canción como un género musical, sino como una manifestación, una entidad creativa unitaria -texto y música-, común a todas las músicas, y con la cualidad de asumir diversas formas y texturas de acuerdo al contexto interpretativo, temporal y espacial en que se desarrolle.
Así empezamos a entendernos y vemos que, después de todo, la canción y sus cultores, están por todos lados: en las producciones de nuestro emergente y pujante rock; en los continuadores de la tradición folklórica -de barrio, de peña- y sus manifestaciones, populares por excelencia, que renuevan el repertorio cada Carnaval, entrada y festividad; en los desvelos pop de los hacedores de jingles y hits instantáneos; en el tozudo trabajo de los cantautores del colectivo Guitarra en Mano; en la chispa inteligente -que aúna lo urbano con lo tradicional- de la obra de Manuel Monrroy; en la conmovedora voz y la austeridad sensible de Carlos López; en la ternura certera y la calidez de Matilde Cazasola; en la rebeldía emocionada de Savia Nueva y la saga Junaro; en el desafío formal -político y musical-, de Cantos Nuevos, y su prolongación en el dúo García-Orihuela, con su bien elaborado continuo texto-armonía; en la dedicada inquietud y extraordinaria voz de David Portillo; en la búsqueda armónica y la contundencia pop de Grillo Villegas; en la crónica cotidiana que Panchi Maldonado propone con Atajo; en la inspirada épica andina de los primeros Wara o Khonlaya; y en todos aquellos que cantaron las canciones que sabemos, recordamos, cantamos y disfrutamos, pero aún nos cuesta reconocer como nuestras.
Entre unos y otros, es cierto, hay abismos (musicales, generacionales, estéticos, personales). Temas, lenguajes, propuestas sonoras, recursos tecnológicos van cambiando y, al mismo tiempo, demandando de los artistas renovación, conciencia y consecuencia. En eso están, los citados antes, y otros tantos, ocupados en que la canción hecha en Bolivia tenga un lugar dentro y fuera de nosotros.
(Lee el artículo de Vadik Barrón acerca de la muerte de Syd Barrett en http://www.laprensa.com.bo/fondo_negro/20060716/art04.htm
y este otro acerca del último disco de Go-Go Blues;
http://www.laprensa.com.bo/fondo_negro/20060910/art04.htm )
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