PRÓXIMAS TOCADAS

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INGRESO LIBRE

jueves, 8 de mayo de 2008

UN CUENTO

Este es uno de los cuentos que se leyeron en la última noche de Literatura en Vivo. Es parte de un libro de cuentos en preparación.


LA OVEJA


1

El hombre cuenta ovejas para dormirse. Una, dos, tres, cuenta las ovejas blancas hasta el treinta y seis, que es cuando hace su aparición una oveja azul. ¿Cómo puede ser posible? De pronto el hombre duda y abre los ojos adoloridos bruscamente. Perplejo, pero aun somnoliento, se decide a cerrar nuevamente los ojos y empieza de nuevo. Experimenta una ligera inquietud al llegar a la oveja número treinta y cuatro, y cuando cuenta a la número treinta y cinco, sabe que está en problemas. Allí está otra vez la oveja azul, mirándolo con indiferencia. La oveja parpadea un par de veces, no así el hombre que abre los ojos para encontrarse con la profunda penumbra de su habitación. La oveja, piensa el hombre evocando la última cuenta, parecía sorprendida. O quizá fastidiada. Es imposible saber lo que pasa por la cabeza de una oveja. El hombre se pregunta que pasaría si uno empieza a contar las ovejas por el final. Pero esto implicaría resolver la ardua cuestión de cuál es el número límite reglamentario de ovejas. El hombre se pregunta entonces acerca de la persistencia del insomnio y lo invade la duda ¿Cuántas ovejas hay? ¿Pueden acabársele las ovejas a uno? A todo esto ya se han hecho las dos de la mañana y el hombre no consigue pegar un ojo, para usar la expresión coloquial. Pero la expresión coloquial produce una nueva interrogante en la cabeza del hombre. ¿Podría, efectivamente, recurriendo a una cinta adhesiva o a la fuerza de voluntad pegarse los ojos de forma de tener un panorama más completo de la situación de las ovejas del insomnio? Ya en el colmo de la desesperación, el hombre escudriña la posibilidad de que las ovejas no conozcan su verdadero propósito y, que en realidad, como en los mitos griegos, reproduzcan su comportamiento ajenas a la conciencia de tiempo y espacio, una y otra vez todas las noches, cada instante que un insomne empieza a contar para dormirse. Ahora bien: ¿Pueden dos personas dormirse exactamente al mismo tiempo? Nueva materia: ¿Se trata del mismo rebaño al que todos los ciudadanos del mundo recurren para dormir en las noches? Y, tratándose este de un mundo materialista, ¿Quién es el propietario del rebaño del insomnio? ¿Los americanos? ¿Los chinos? Podría darse el caso de que sean ovejas de alquiler, o peor aún ovejas holográficas, o incluso, falsas ovejas de cartón pintado, en cuyo caso el responsable de la presencia de una oveja azul sería el encargado de pintar a las ovejas por las mañanas. De esto no cabe duda, pues el mejor horario para pintar ovejas, atendiendo a las reglas de iluminación, ventilación y adecuado descanso, es el matinal. Mientras el hombre calcula cuanto debería ganar al mes un pintor de ovejas, irrumpe el bullicio de pisotones erráticos en las escaleras del edificio viejo que el hombre habita. Lo cuál significa que el músico que ocupa el departamento de a lado acaba de llegar, después de ofrecer un show en algún bar de mala muerte, al que nuestro hombre jamás acudiría, acorde a sus costumbres más bien austeras. La irrupción del susodicho músico en su respectivo departamento, en medio de cuyo desorden encuentra milagrosamente una cama donde se tumba de espaldas para, a continuación, regalar un concierto de ronquidos, le sugiere al hombre: a) que deben ser las tres de la mañana, b) que afortunadamente no trajo compañía c) que los ronquidos de su vecino no lo dejarán dormir en al menos media hora, tal cual le dicta su experiencia previa d) si continúa con las cavilaciones y consideraciones acerca de las ovejas no conseguirá quedarse dormido y e) es hora de pedir ayuda y/o consejo.


El hombre telefonea a J., a la postre su amigo más cercano. J. es un honrado expendedor de sustancias ilícitas, que nunca da diego por veintón, cuyos hábitos noctámbulos lo hacen el candidato ideal para aconsejar en este delicado asunto. Además, recuerda el hombre, J. pose una envidiable capacidad para quedarse dormido durante el día, así que marca el número de teléfono celular de J., espera uno, dos tonos y cuando escucha la voz del amigo del otro lado de la línea, saluda y procede a referirle el suceso, enriqueciéndolo con pormenores y haciendo énfasis en la dudas que le asaltan la cabeza a estas horas de la madrugada. J., que se encuentra en el asiento trasero de un taxi, rumbo a su casa, luego de una jornada agotadora con reiterados viajes en taxi a diferentes puntos de la ciudad, escucha sin prestar la menor atención el relato de su amigo y aconseja maquinalmente: “fumate un porro” (sic). El hombre, fuera de sí, suplica la ayuda de J., que lamenta haber pronunciado el consejo en voz alta, pues el conductor del taxi empieza a mirarlo con desconfianza por el espejo retrovisor interior del coche, mientras cierra los ojos rezando bajito: “que no sea buzo, que no sea buzo”. J. escucha a su amigo que desvaría del otro lado del teléfono y que acaba de revelar un dato, anteriormente omitido, quizás por la atropellada narración del hombre o por la falta de interés de J., que interrumpe la retahíla de incoherencias telefónicas: “¿Azul? ¿Has dicho que es azul?” El hombre, de quién ya es hora de decir que se llama Juan Carlos y es ingeniero de sistemas, egresado, sin título, soltero y amigo de J. desde la secundaria, se queda tieso, y balbucea “Si-si”. “¿Qué número de oveja has dicho que es?”, “La treinta y seis”, confirma Juan Carlos. “Voy para allá” dice J. y dirigiéndose al taxista indica: “Cambio de planes” y a continuación proporciona una nueva dirección, sin molestarse en contestar el anuncio de un recargo adicional a la tarifa pactada con antelación, que hace el taxista. Ahora el auto enfila rumbo al viejo edificio de departamentos donde vive Juan Carlos, y J. reza mentalmente “Que no sea buzo, que no sea buzo”.

2

“¿Tienes cable?”, interroga J. mientras penetra en la habitación de Juan Carlos y deja su chamarra negra de imitación de cuero sobre el sillón situado frente al televisor apagado. Juan Carlos, solicito y agradecido por la repentina aparición de J. ofrece refresco, papas fritas, café, que su el visitante va rechazando con un movimiento de cabeza. “¿Tienes un reloj?”, inquiere J., “Si”, dice Juan Carlos, más conocido como Caíto por los amigos, que busca entre los cajones de su cómoda, no tarda demasiado: ya conocemos de sus obsesivos hábitos de orden.
Las 4:11 a.m. “A ver pon al 117” ordena con autoridad J. El Caíto obedece, aunque le parece super raro. “Será un canal nuevo”, piensa, ya que el servicio de cable únicamente provee señales hasta el número 110, casualmente el Canal de la Polícía, la cosa más chojcha y delirante del mundo. Prefiere no preguntar. El J. está de mal humor y bosteza como un tigre mientras el Caíto presiona el botón de cambio de canal y va subiendo de uno en uno. A partir del canal 111 la pantalla se queda en blanco, o mejor dicho en negro. La tele cambia con el tiempo. Al llegar al canal 117 la pantalla se torna azul, como si hubiese conectado la función VCR. El azul se hace más visible y claro, hasta que alcanza a distinguir la forma de una oveja, que parpadea inmutable.

De pronto “¡riiiiing-riiiiing!”, el chillido agudo del teléfono explota en la habitación y el Caíto se levanta del sillón impulsado por un resorte invisible. Pestañea repetidas veces para acostumbrarse a la penumbra del dormitorio y repara en que el J. no está. La tele está encendida y sobre la pantalla azul se lee en caracteres blancos “117 - NO-CHANNEL”. Confuso se acerca al velador y toma el auricular. Del otro lado de la línea un griterío de boliche hace de fondo a la voz inconfundible del Checho, que está evidentemente borracho y grita: “Caíto, adivina quién ha salido de rehabilitación”.

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