Tienes que hacer algo, me digo. Algo
como qué, me respondo, confianzudo. Algo
con tu vida, me insisto. No haces
nada en todo el día y no tienes un trabajo decente hace meses. Pero yo soy
un artista, me contesto, ¿has oído hablar del ocio creativo? No molestes, habías prometido escribir cinco
mil caracteres diarios y nada. Es que me estoy adaptando, me excuso, ni
siquiera nos hemos acostumbrado a la bajura. Uso intencionalmente el “hemos” para
establecer cierta complicidad que Yo rechazo con categoría, es hora de que empieces a tener algo de
autodisciplina.
Autodisciplina,
nada menos. A estas alturas. Sin motivo. Intento un recurso: las cosas van a
mejorar. No si no haces nada por
cambiarlas, me planto imperativo, ¿crees
que vas a lograr algo sin hacer nada? Dolido, devuelvo dardos, ¿escribir
para qué?, ¿alguien nos lee?, ¿alguien compra mis escritos? Si no los escribes no vas a poder ofrecerlos.
¿Pero para qué escribir si ya nadie lee nada más que twits o esemeses? Debería
dedicarme a otra cosa cuando estaba a tiempo, rezongo. Si no sirves para nada más, me denuncio. Sé lo que estoy pensando
y me burlo. ¿El fútbol?, nada que ver,
como arquero eres una de cal, una de arena y como jugador ni siquiera sabes dar
un buen chanfle, todo es chanfle ahora, ¿sabías?, ¿pero, has visto las
minas que tienen los futbolistas?, guiño. No
me cambies de tema. Empezá a escribir
o me rayo.
Ante
la conminatoria me quedo sin alternativa. Cinco mil caracteres es un montón,
es más o menos una página y media en el Word. Y es cierto que cuando tengo algo
que decir hasta se me hacen pocas, pero ahora estoy completamente seco. ¿De qué
puedo hablar? Entonces elaboro un pequeño listado de las opciones, recurriendo
a lo que buenamente tengo en la cabeza. A ver. La lista se resume en, a grosso modo,
un pseudoensayo sobre lo-dura-que-es-la-vida, la relación de una película que
me gustó, la descripción anatómica de una chicas que miro pasar por la ventana
o un relato de ficción sobre un esquimal que encuentra en uno de los bloques de
hielo con los que iba a hacerle un iglú a su hijo mayor un disco de vinilo con
música de ópera y entonces se alucina y se vuelve un Carusso del Ártico y triunfa
en la tele y gana un Grammy y salva al mundo de la invasión de unos alienígenas
que caminan de cabeza cantado un aria en fortísimo y al final se muere en un
accidente con una garrafa de gas. No es fácil.
Pero
lo tomo con calma, después de todo hacer una lluvia de ideas solito puede ser
lo más divertido del mundo, pero no hay quién anote. Entonces me pongo a buscar
en el ebay grabadoras baratas con costos de envío cero, lo que me lleva otros
cuarenta cinco minutos del día sin que consiga escribir una sola palabra.
Qué
tal, pienso, si escribo sobre un disco que me haya impresionado últimamente.
Entonces me pongo a buscar mis últimos downloads y me doy cuenta de que por
alguna razón guardé el disco en vivo de Ely Guerra en el Metropolitano en la
carpeta que dice Omar Rodríguez-López y ahí se me ocurre entrar a Taringa para
ver cuántos discos ha grabado Omar Rodríguez-López desde la anterior semana. Cuando
termino de bajar los seis discos que Omar Rodríguez-López sacó en los últimos
días, tiempo que maticé respondiendo mails y comiendo un sándwich frente a la
tele dónde puse ese capítulo de Seinfeld de la tercera temporada donde el
George cree que se le mueve cuando un tipo le da un masaje, me entra el sueño y
me duermo una siestita.
Despierto
babeando profusamente sobre el único sofá que tiene tapiz no lavable y resulta
que son las seis de la tarde. Pero parecen las tres, pienso, entonces me
acuerdo que en esta parte del mundo, en las vísperas del verano, lo días son
larguísimos, lo cual se me antoja una oportunidad de chanchullo que la propia
naturaleza me ofrece servicialmente. Pensar en la naturaleza y ver que hace un
lindo día me provocan ganas inmediatas de dar un paseíto, entonces me saco mi
superpijama y me pongo mi pantaloncito, mi zapatito izquierdo, mi zapatito
derecho, mi polerita con el logotipo de una-banda-americana-que-ya-casi-nunca-escucho
y veo que, pese al exagerado empleo de diminutivos, todavía me faltan como
quinientos caracteres. Salgo a la calle.
El
sol irradia su luz tibia atravesando ceñidas arboledas y dibujando contornos
difusos en las paredes blancas del barrio, pero a mí lo que me llama mucho la atención es que la gente se tienda en los parques a tomar el sol en bolas. Todo bien cuando
son mujeres jóvenes y generosas, pero de otra forma es terrorismo. Me siento en
un banco. Tal vez esto de escribir no sea para mí. Y tal vez sea cierto que carezco
de autodisciplina, requisito indispensable para recrear el mundo desde las
palabras. La Cosa es que interesa más el tema que el estilo, la bulla y la
controversia forzada antes que la expresión y eventualmente la realidad -esa noción
relativa donde lo trascendente y lo ordinario se abrazan- a veces resulta ser
un producto customizado para gente que quiere respuestas por muy tontas u
obvias que éstas sean. Y yo no tengo esas respuestas.
Cuatro
mil novecientos noventa y ocho, cuatro mil novecientos noventa y nueve, cinco
mil. Listo.
Berlín,
mayo del dos mil doce.